Los rescoldos de aquella hermandad aún vibraban en 1820, cuarenta años después de los últimos acontecimientos que hemos relatado. Y es que, en ese año, un grupo de personas, encabezadas por Juan Sola, Manuel Ruiz, Joseph y Pedro Sánchez, devotos del Cristo, vecinos del Realejo y feligreses de la parroquia de San Cecilio, en cuyo grupo figuraban también algunos que habían sido mayordomos de la decaída corporación, como Blas Martínez y Fernando de Aragón, dirigen a principios de 1820 una carta al Provisor de la diócesis, Antonio Martín Montijano, para solicitarle que se restableciera la hermandad.
“Que mediante los tiempos que ha habido de decadencia y en la dominación francesa y hallándose en esta feligresía la hermandad del Santo Cristo de los Fabores y otra efigie en el sitio llamado del campo del Príncipe, cercado de álamos y no teniendo culto tanto en la iglesia como en el sitio nombrado, a VS. Suplicamos se sirva mandar y decretar que mediante ser una hermandad antigua se elija cuatro de los que componen, a son de campana, como siempre ha sido acostumbrado, y en seguida se nos entreguen las alajas, que paran en poder de Manuel Garzón (lo piden en nombre de toda la feligresía) para el aumento del culto y veneración de Ntro. Señor” (4).
Ante esa petición el Provisor pidió un informe al párroco de San Cecilio, que no pudo ser más demoledor, afirmando que los solicitantes había abusado con mala fe y engaño del Provisor y del cura de San Cecilio, que había pedido que se le informase sobre la hermandad y sus libros; que no acudía a la santa misa, a la que asistían solo 14 o 15 personas, y que se jactaban de ser cristianos, cuando solo asistían al culto si “hay tambores, platillos y alboroto, más propio de un paseo profano”. Añadía en su informe, que suponían los solicitantes que todos los feligreses reclamaban el restablecimiento de la hermandad, cuando muchos de éstos habían venido a quejarse al cura para que la hermandad no se restableciera, pues la feligresía era pobre y los feligreses ya estaban acosados todos los domingos por las demandas de las otras hermandades de la iglesia, como eran la de las Ánimas, la de Ntra. Sra. de la Salud y la de Ntra. Sra. de la Paz, y tenían que dar vueltas y rodeos para esquivar a esos limosneros.
Con este informe negativo, el Provisor decretó que no había lugar al restablecimiento de la hermandad. Independientemente de las razones objetivas que llevaron a negar la reorganización de la hermandad, no cabe duda de que en este episodio se volvía a manifestar esa sempiterna oposición del clero a facilitar el establecimiento y creación de hermandades, estando en el fondo, a mi juicio, motivos de carácter económico, al constituir las hermandades una realidad competencial para la parroquia en cuanto a las limosnas que se recogían de los feligreses, que en su mayor parte eran personas pobres o de escasos recursos económicos.
A pesar de la negativa a restituir su antigua hermandad, la devoción al Cristo del Campo del Príncipe siguió siendo la predilección de los granadinos, y a los pies de su monumento nunca faltaban ofrendas de velas encendidas y flores, de modo que, no estaba nunca abandonado aquel devoto lugar.